El Proceso de Institucionalización del Cristianismo

Introducción

 

 

Al tiempo del concilio de Nicea en el 325 D.C., los asuntos habían llegado a un punto en que un concilio de obispos, reunidos y presididos por el emperador de Roma, Constantino, pudieron elaborar un credo al que se esperaba deberían adherirse todos los cristianos de cualquier parte. Pero ¿Cuáles fueron los factores de transición que hicieron posible modificar la naturaleza de la primitiva comunidad cristiana, pasando en pocas centurias de una sencilla hermandad a un sistema eclesiástico autoritario? El propio Jesucristo había fundado la congregación cristiana sobre sí mismo y sobre sus apóstoles y profetas. (Efesios 2:20-22) ¿Por qué, entonces, esa desviación — tan profunda y tan rápida — de la enseñanza y del espíritu transmitidos por él, los apóstoles cristianos inspirados y los profetas?

Leyendo escritos de autores cristianos de los siglos segundo y tercero, quedé impresionado por el gran énfasis que algunos hombres comenzaron a poner en la autoridad humana dentro de la congregación primitiva. La historia de aquel período daba cuenta de que la enseñanza avanzada de entonces contenía una gradual promoción de los hombres hacia cada vez mayor control y poder en los asuntos de la congregación así como un lento pero constante avance hacia la centralización de la autoridad.

La pretensión es que, una vez que la congregación cristiana sobrepasó los límites de Jerusalén y de Judea, un cuerpo gobernante actuaba organizado como centro de autoridad, ejerciendo su dirección desde Jerusalén sobre todas las congregaciones del primer siglo.

En ninguna historia bíblica o religiosa encontré cosa alguna que diera respaldo a semejante pretensión. Teniendo en cuenta la franqueza del apóstol Pablo, con vigorosas expresiones en su carta a los gálatas, estaba claro que él no consideraba a Jerusalén como el centro administrativo divinamente predeterminado para todas las actividades de congregación por toda la tierra. De haber existido un “cuerpo gobernante” nombrado por Cristo, seguro que después de su conversión Pablo habría contactado inmediatamente con él, buscando sumisamente su guía y dirección, especialmente si se tiene en cuenta la enorme responsabilidad que le fue conferida por Cristo, la de ser “un apóstol para los gentiles”. (Hechos 9:15; Romanos 11:13) Si hubiera existido un “cuerpo gobernante”, él habría estado preocupado en la coordinación de su trabajo con los miembros del mismo. No contar para su actividad con el “cuerpo gobernante” nombrado por Cristo, ni someterse a su dirección, hubiera constituido una “falta grave de respeto al orden teocrático”.

Pero Cristo nada mencionó a Pablo (Saulo) referente a que se presentara en Jerusalén. En lugar de enviarlo de vuelta a Jerusalén, ciudad de la que acababa de venir, Cristo lo envió a Damasco. Las instrucciones que tenía para él se las entregó a través de un residente damasceno llamado Ananías, a todas luces ajeno a formar parte de ningún “cuerpo gobernante” radicado en Jerusalén. (Hechos 9:1-17; 22:5-16.) Al comienzo mismo de su carta a los gálatas, Pablo mostró gran empeño en dejar bien claro que su apostolado y su dirección espiritual no venían de hombres ni mediante hombres, con mención específica de los apóstoles en Jerusalén. (Gálatas 1:1, 10, 11) Dio énfasis al hecho de que, después de su conversión, no acudió a ninguna fuente de autoridad humana, al decir:

No consulté enseguida con carne y sangre, ni subí a Jerusalén a los que eran apóstoles antes que yo; sino que fui a Arabia, y volví de nuevo a Damasco [en Siria]. (Gálatas 1:16, 17)

No fue sino tres años más tarde que Pablo viajó a Jerusalén. Y declara específicamente que entonces únicamente vio a Pedro y al discípulo Santiago, pero a ningún otro de entre los apóstoles durante su estancia de quince días. De modo que no estuvo en el “seminario central” recibiendo instrucciones en sesiones diarias dirigidas por el “cuerpo gobernante”. Cuán seriamente consideraba él esta cuestión lo vemos cuando dice: “En esto que os escribo, he aquí delante de Dios que no miento”. (Gálatas 1:18-20).

Posteriormente Pablo estableció en Antioquía su base, no en Jerusalén. Llevó a cabo viajes misionales, siendo la congregación de Antioquía la que lo enviaba, no la de Jerusalén. Aunque estaba relativamente próximo a Jerusalén (Antioquía se encuentra en la zona costera de Siria), transcurrió un período de tiempo muy largo antes de que Pablo estimara oportuno o encontrara la ocasión para volver a aquella ciudad. Como él dice: “Después, pasados catorce años, subí otra vez a Jerusalén con Bernabé, llevando también conmigo a Tito. Pero subí según una revelación”. (Gálatas 2:1, 2) Por la información dada, eso pudo ser cuando el concilio en torno a la circuncisión y la observancia de la Ley, registrado en el capítulo quince de Hechos. Pablo dice que fue a Jerusalén sólo “según una revelación”. Ello muestra que los cristianos no solíanver ni considerar a Jerusalén como la sede de una autoridad centralizada para todas las congregaciones cristianas, el centro desde el cual se tomaran decisiones sobre cualquier clase de asuntos. Tuvo que mediar una revelación divina que impulsara a Pablo a llevar a cabo aquel viaje.

El relato del capítulo quince de Hechos muestra por qué era Jerusalén el sitio adecuado a dónde acudir para este asunto particular. En ninguna parte del texto se indica que Jerusalén fuera la localidad para algo así como un cuerpo administrativo de carácter internacional. Más bien, fue principalmente debido a que Jerusalén era el origen de un problema preocupante con el que Pablo y Bernabé se habían encontrado en Antioquía donde prestaban sus servicios. Todo había transcurrido con relativa calma en Antioquía hasta que llegaron “hombres procedentes de Jerusalén” y causaron problemas por su insistencia en que los cristianos gentiles debían circuncidarse y observar la Ley. (Hechos 15;1, 2, 5, 24) La congregación cristiana había dado comienzo en Jerusalén. Judea, con su capital Jerusalén, era donde prevalecía un fuerte apego al mantenimiento de la ley entre la mayoría de las personas que profesaban el cristianismo, actitud que continuó por años incluso después de haberse celebrado aquel concilio. (Vea Gálatas 2:11-14; Hechos 21:15, 18-21) Quienes provocaban dificultad en Antioquía eran hombres procedentes de Jerusalén. Esos factores, y no tan sólo el hecho de la presencia física de los apóstoles, determinaron que Jerusalén fuera el lugar adecuado para abordar y dar solución al problema en cuestión. Lógicamente la presencia de los apóstoles, divinamente elegidos, constituía un factor de peso. Incluso esa circunstancia estaba próxima a su fin, a medida que los apóstoles fueran muriendo sin dejar sucesores — nadie con los dones y autoridad apostólica. De manera que en aquella situación de mediados del siglo primero estaban envueltos factores que no habían de ser permanentes ni tener carácter continuista y, por tanto, sencillamente no son transportables a nuestro tiempo.

Más aún, persiste el hecho de que, aun estando vivos los apóstoles y teniendo residencia en Jerusalén, el apóstol Pablo no consideraba a ese cuerpo apostólico en Jerusalén como “un cuerpo gobernante” a la manera de un centro administrativo internacional, “la sede central de una organización”.

Sopesando ese posicionamiento de entonces, es evidente que, de haber existido un “cuerpo gobernante” como centro administrativo en la congregación primitiva, debería haber alguna evidencia que lo apoyara más allá de una simple reunión en Jerusalén. Ni rastro de ello aparecía en las Escrituras. En los escritos de Pablo, Pedro, Juan, Lucas, Judas o Santiago no se podían hallar indicios de que hombres en Jerusalén o un grupo centralizado de hombres ejercieran control de supervisión sobre lo que se hiciera en el resto de lugares en los que se hallaban los cristianos. Nada que indicara que las actividades de Pablo o Bernabé o Pedro o cualquiera otra persona se llevaran a cabo bajo la dirección o supervisión de un “cuerpo gobernante”. Al tiempo de la revuelta judía contra el gobierno imperial de Roma y de la destrucción de Jerusalén en 70 D.C. ¿desde dónde se suponía que, a partir de entonces, había de operar el “cuerpo gobernante” de los cristianos? Una vez más parecía razonable que deberían encontrarse indicios de ello, en caso de tratarse del arreglo de Dios, si el tal cuerpo administrativo centralizado era el instrumento divino en manos de Jesucristo para dirigir a su congregación por todo el mundo.

Los únicos escritos posteriores a la caída de Jerusalén son, evidentemente, los del apóstol Juan. Aparentemente él escribió todo sobre finales de siglo y, por tanto, décadas después de la destrucción de Jerusalén. Ninguna de sus cartas ofrece la más leve indicación referente a un cuerpo administrativo central que estuviera operando para con los cristianos contemporáneos suyos. En el libro de Revelación, sus visiones muestran a Jesucristo enviando mensajes a siete congregaciones en el Asia Menor. (Revelación capítulos 1 a 3) En ninguno de esos mensajes hay indicación alguna de que esas congregaciones estuvieran sometidas a otra dirección que la del propio Jesucristo. No hay señal alguna de que Él estuviera dirigiéndolas mediante algún “cuerpo gobernante” visible en la tierra.

Hay a disposición escritos de autores cristianos primitivos de los siglos segundo y tercero para ser consultados, pero tampoco revelan nada que indique la existencia de una administración central para la supervisión de las numerosas congregaciones cristianas. La historia de aquel período revela algo completamente opuesto. Muestra que dicho centro de autoridad fue el resultado de un desarrollo post-apostólico y post-bíblico. Fue mediante un proceso gradual a través de los siglos que se llegó a la clase de control centralizado, mediante un liderazgo organizado visible.

El Desarrollo del Control Centralizado

Aunque no son muchas las fuentes históricas, la evidencia indica que el primer paso en la centralización llegó mediante un cambio en la consideración, una auténtica distorsión, del papel de los cuerpos de ancianos o “presbíteros” (En griego el término para “anciano” es presbyteros). En lugar de considerarlos meramente como hermanos mayores que sirven entre los hermanos, como en una familia, se introdujo la pretensión de que aquellos ancianos disfrutaban de una relación especial para con Dios y Cristo, distinta a la de los demás fieles cristianos y superior a la de ellos. En una descripción de cómo eran las cosas al principio de la congregación cristiana, History of the Christian Church [Historia de la Iglesia Cristiana] de Schaff, página 124, reconoce lo siguiente:

El Nuevo Testamento no reconoce aristocracia o nobleza espiritual, sino que llama ‘santos’ a todos los creyentes, aunque muchos estuvieran alejados de su llamamiento. No existe el reconocimiento de un sacerdocio especial que se distinga entre la gente y sea mediador entre Dios y los legos. Únicamente se reconoce al único gran sacerdote, Jesucristo, y claramente enseña el sacerdocio y el reinado universal común de los creyentes. 

Cada cristiano mantenía una relación personal con Dios a través de Jesucristo, el Sumo Sacerdote, sin la intervención de otra persona humana ni la necesidad de su mediación. Cada cristiano era parte integrante de “un sacerdocio (real)”. (1 Pedro 2:5, 9; 5:3; Revelación 1:6; 5:10; 20:6).

Cierto que los ancianos cristianos tenían autoridad bíblica. Pero era, no obstante, autoridad para emplearla en el servicio a otros, no para tenerlos subordinados; para apoyar, aconsejar, incluso reprender, pero nunca para dominar o someterlos. Donde surgía el error, la manera de abordarlo era mediante su refutación, con argumentos veraces, a través de la persuasión, nunca mediante coacción o intimidación, la tiranía de la autoridad. (Mateo 20:25-28; 23:10, 11; 2 Corintios 1:24; Tito 1:9-13; 1 Pedro 5:1-5.) “Porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos”. (Mateo 23:8) Ese principio proporcionado por el propio Maestro ha de mantenerse siempre en la mente al leer cualquier texto que se halla en las Escrituras Cristianas. La exhortación que, por ejemplo, se da en el capítulo trece, versículo 17 de Hebreos es:

Obedeced a vuestros dirigentes y someteos a ellos, pues velan sobre vuestras almas como quienes han de dar cuenta de ellas, para que lo hagan con alegría y no lamentándose, cosa que no os traería ventaja alguna.

¿Implica eso automáticamente una virtual sumisión hacia personas que llevan la delantera? No, pues el mandato de Cristo no se limitaba sólo a la prohibición de ser llamados “líderes”, sino en contra de que alguien asumiera la posición o el oficio de líder, llevando a la práctica ese tipo de control autoritario. De la palabra griega (peithomai) que se traduce como “ser obediente”, el Theological Dictionary of the New Testament (Abridged Edition) dice:

Esta palabra asume acepciones tales como ‘confiar’, ‘estar convencido’, ‘creer’, ‘seguir’ e incluso ‘obedecer’. (Página 818.)

Note que la acepción “obedecer” es tan sólo una de las varias traducciones posibles y en este caso se alista en último lugar. El escritor inspirado de Hebreos, de hecho, ya ha ponderado los asuntos dejando claro que “aquellos que toman la delantera” habían de transmitir, no su propio punto de vista ni sus interpretaciones ni sus mandatos, sino “la palabra de Dios”. (Hebreos 13:7). Como menciona el conocido comentarista bíblico Albert Barnes, la expresión “quienes toman la delantera” (o “jefes” en muchas traducciones) entraña el sentido de “guías”, o maestros que actúan como guías y pastores. (Barnes’ Notes (Hebreo a Jude), páginas 317, 322.) En la medida en que la guía dada se acomodara a las enseñanzas de Cristo y en la medida que el pastoreo manifestara su espíritu, una respuesta positiva sería lo pertinente y el camino correcto en cuanto que representaría la sumisión a sus enseñanzas. Incluso en asuntos no tratados específicamente por las Escrituras, el cristiano habría de cooperar libremente mientras esa aquiescencia no rebasara los dictados de la conciencia propia. Pero nada hay que indique una sumisión automática, servil e incuestionable, como la que existe hacia una autoridad superior con el derecho a exigir obediencia, con la capacidad de amenaza de exclusión sobre cualquiera que no le obedezca.

Como hemos visto, el significado básico del término griego utilizado (peithomai) implica que la aquiescencia otorgada por la persona cristiana surge como resultado de tener ‘confianza’ primero, de estar ‘convencido’ y ‘creer’ en lo que proviene de esos hermanos cristianos, y sobre esa base él o ella responden positivamente. Como hermanos y hermanas cristianos, han entrado en una asociación voluntaria de creyentes, y a lo que se incita es a una respuesta libre y de buena gana, sobre la base de trato amable — ya que así se llevarán a cabo los trabajos de pastoreo de esos hombres con mayor gozo, y hacerlo de otra manera no reportaría ventajas para aquellos mismos a quienes se sirve. No se realiza como consecuencia de una obligación que la “autoridad” de una organización tenga el derecho a exigir de ellos.

Énfasis Creciente en la Autoridad Humana

Tal como el apóstol había predicho, algunos ancianos perdieron gradualmente el sentido de la pauta establecida por el Maestro para regular todas las relaciones cristianas. (Hechos 20:28-30.) En vez de dar pleno énfasis a la única autoridad de Dios y Cristo, es evidente que comenzaron a enfatizar cada vez más su propia autoridad (recordando, eso sí, a las congregaciones que esa autoridad provenía de Dios y de Cristo).

¿Por qué obtuvieron éxito al actuar de esa manera? Por la sencilla razón de que muchas personas, tal vez la mayoría, prefieren delegar en otros la responsabilidad que por derecho les corresponde. Incluso llegan a sentir un cierto orgullo por tener sobre ellos a hombres con poder. Eso es cierto hoy en día y lo fue entonces. De modo que Pablo escribió lo siguiente a los corintios que se enorgullecían de hombres que a sí mismos se presentaban como una especie de “súper apóstoles”:

Soportáis que os esclavicen, que os devoren, que os roben, que se engrían, que os abofeteen. Para vergüenza vuestra lo digo; ¡como si nos hubiéramos mostrado débiles! (2  Corintios 11:20, 21).

Con respecto a esas palabras, un comentarista bíblico dice:

La idea es, sin duda, que los falsos maestros ejercieron un señorío sobre sus conciencias; eliminaron su libertad de opinión, y los hicieron esclavos de la voluntad de ellos. En realidad dejaron a un lado su libertad cristiana como si hubieran sido esclavos… los falsos maestros, les dieron realmente un trato poco respetuoso, como si los estuvieran abofeteando. Se desconoce la forma en que eso sucedió, pero probablemente fue mediante sus métodos de ejercer dominio, y el desprecio que mostraron por las opiniones y los sentimientos de los cristianos de Corinto. (Barnes’ Notes [1 Corintios a Gálatas], páginas 232, 233.)

El apóstol Juan da un ejemplo de cómo esa actitud de darse importancia ya había salido a la luz en su tiempo. Escribe sobre un tal Diótrefes, describiéndolo como alguien al que “le gusta ocupar el primer puesto” y que expulsó de la congregación cristiana a quienes no estaban de acuerdo con su posición. (3 Juan 9, 10) Por lo general, sin embargo, parece que el proceso comenzó con una sutil exaltación de la autoridad humana. En los escritos de Ignacio de Antioquía (quien vivió aproximadamente entre el año 30 D.C. y el año 107 D.C. y murió como mártir), comenzamos a encontrar exhortaciones como éstas:

Y estad sujetos a los presbíteros (ancianos), como a los apóstoles de Jesucristo. Vuestros presbíteros ocupan [presiden] en la asamblea el lugar de los apóstoles. Someteos al presbiterio [cuerpo de ancianos] como a la ley de Cristo Jesús. (Ignacio, “Epístola a los Tralianos”, capítulo II; “Epístola a los Magnesios”, capítulo VI; la misma epístola, capítulo II.).

Eso, en efecto, revestía a los ancianos de una autoridad equivalente a la que tenían los apóstoles e igualaba la sujeción a ellos con la sujeción a la ley del Cristo. Pero el caso es que ellos no eran apóstoles, no habían sido elegidos como tales por el Hijo de Dios y, por tanto, no estaban dotados de la autoridad apostólica y sería un error considerarlos de esa manera. Ese tipo de consejos eran una sutil ampliación de ciertas exhortaciones que se encuentran en la Escritura y para ellos tenían una cierta plausibilidad, pero llevaban en sí implicaciones serias. Teniendo en cuenta su punto de vista de los asuntos, Ignacio argumentaba que cualquiera que llevara a cabo algo sin la aprobación del superintendente y del cuerpo de ancianos y diáconos “no es puro en conciencia”. (Ignacio, “Epístola a los Tralianos”, capítulo VII.)

Esa clase de enseñanzas son las que dieron comienzo a la distinción entre clérigos y legos. Así mismo marcaron la intromisión, de manera sutil, de la autoridad religiosa humana en el ámbito de la conciencia personal. Los hombres que exigían cada vez mayor sumisión a dicha autoridad no procuraron, tal como lo habían hecho otros anteriormente, establecer un control legalista mediante imponer la circuncisión y el sometimiento a la Ley mosaica. Pero, aunque con métodos distintos, el resultado final fue igualmente una dañina erosión de la libertad cristiana en las personas como individuos.1

Un Sistema Monárquico

Un paso más en el proceso de desarrollo de una autoridad centralizada consistió en la promoción de una sola persona de entre los integrantes del cuerpo de ancianos a una posición más elevada, un nivel con mayor autoridad que el resto de los ancianos.

La evidencia es que, originalmente, los términos “superintendente” (epískopos) y “anciano” (presbyteros) eran intercambiables, describiendo el uno la propia función, y fijando el otro la atención en la cualidad de la madurez de la persona. Por supuesto, puede ocurrir que hubiera sido práctica habitual el que uno de los ancianos actuara como presidente en sus reuniones y deliberaciones. Pero, con el tiempo, se decidió que preeminentemente uno de los ancianos asumiera la posición de “superintendente”, de manera que ese término llegara a tener aplicación solamente en el caso de esa persona, y no aplicara a todos los ancianos por igual. ¿Por qué sucedió así?

La concentración de mayor autoridad en una sola persona evidentemente se consideró como un paso de carácter “práctico” que pudo ser justificado por las circunstancias, teniendo en cuenta la consecución de un buen fin. Jerónimo, quien llevó a cabo la primera traducción de la Biblia al latín hacia el 404 D.C., lo confirma. Reconociendo en primer lugar que originalmente ancianos y superintendentes eran la misma cosa, pasa a decir:

… gradualmente toda la responsabilidad se depositó en una sola persona, lo que podía hacer frente al embrollo de las herejías. (Jerome, citado en el comentario de Lightfoot sobre la Epístola a los Filipenses, páginas 229, 230.)

La introducción de falsas enseñanzas, y quizá también las oleadas de persecución que se experimentaron, fueron la causa de que los ancianos percibieran lo práctico de que hubiera una mayor concentración de autoridad en una sola persona, quien llegó a ser EL superintendente, el único superintendente entre los ancianos. Debido a que el término “obispo” proviene de la palabra griega para “superintendente” (episkopos), ahí tuvo su comienzo el oficio de obispo. Naturalmente afloraron diferentes puntos de vista y enseñanzas erróneas en las congregaciones cristianas. Si quienes llevaban a cabo el servicio de pastoreo hubieran tenido en cuenta la verdad según las Escrituras, incluyendo las enseñanzas de Jesucristo y sus apóstoles, como arma espiritual para combatir aquellas enseñanzas, habrían demostrado tener confianza en el poder de la fe para ‘derribar razonamientos y toda cosa encumbrada que se levanta contra el conocimiento de Dios’, como lo expresó el apóstol Pablo. Pero en cambio, ahora los hombres se habían vuelto a las armas carnales, recurriendo a un encumbramiento de la autoridad humana con la excusa de mantener la unidad cristiana y, supuestamente, la pureza de la fe. (2 Corintios 10:4, 5) Al respecto, Ignacio había instado a los superintendentes: “Dad atención a la preservación de la unidad, pues no hay nada mejor”. (“Epístola a Policarpo”, de Ignacio, Capítulo I) Por desgracia, ese llamado desvió la atención, centrada en el amor y la verdad, hacia la unidad llevando más bien a la sumisión a los líderes religiosos. De modo que notamos que los escritos de Ignacio anticipan el concepto de que la unión con Dios está ligada a la ‘armoniosa cooperación con el Superintendente’. (Ignacio “Epístola a los Efesios”, capítulo VI; “Epístola a los Tralianos”, capítulo II. En su “Epístola a los Filadelfios”, capítulo III, escribe: “Porque todos los que son de Dios y Cristo son también con el obispo [supervisor].”). Como hace notar un erudito, el oficio de obispo (superintendente) llegó a constituirse en un “centro visible de unidad en la congregación”. (Lightfoot’s Commentary on the Epistle to the Philippians [Comentario de Lightfoot sobre la Epístola a los Filipenses], páginas 234, 235).

Todo lo cual trae a la mente el razonamiento humano que llevó a Israel, enfrentado a problemas internos y a ataques exteriores, a la búsqueda de un rey como cabeza visible en torno a quien congregarse y a quien acudir en busca de dirección. Dios, a pesar de concederles a Saúl como rey, consideró su proceder como un rechazo de su propia gobernación invisible, no como un acto propio de fe, sino de falta de ella. Les advirtió de la carga que ello les supondría y las limitaciones que les acarrearía a su libertad. Pero ellos persistieron en su deseo de tener un gobierno visible sobre ellos. (1 Samuel 8:4-20). Esa misma falta de fe es la causa de que hoy día haya personas que deseen y busquen algún “centro visible de unidad”, más bien que enfocar la fe en el liderato invisible de Jesucristo.

Los lazos que al principio unían a los cristianos fueron la fe y la esperanza común, así como el amor mutuo como miembros de la familia cristiana. Ellos se habían congregado en sus ciudades y aldeas respectivas como personas libres, no bajo el dominio o control de una superestructura de autoridad. Medio siglo después de la muerte de los apóstoles se estaba produciendo un cambio radical. El rumbo que estaba tomando la iglesia en el siglo segundo, D.C. y las fuerzas que empujaban a ello son expuestas en el relato histórico de Schaff:

…el espíritu de la época en toda la iglesia tendía hacia la centralización; se palpaba por doquier una demanda de unidad consistente, sólida; y esa tendencia interna, en medio de los peligros de persecución y herejía existentes, condujo a la iglesia de una manera irresistible hacia el episcopado [gobierno de la congregación por un único superintendente]. En un tiempo tan crítico y tormentoso prevaleció por encima de todo el principio de que la unión hace la fuerza y la división lleva a debilidad… Esa unidad se ofreció mediante el obispo [superintendente], que mantuvo a la congregación en una relación monárquica o, más apropiadamente, patriarcal. En el obispo se encontraba la representación visible de Jesucristo, el gran cabeza de toda la iglesia… Todo el sentido religioso de la gente hacia Dios y Cristo tenía su guía y se proyectaba a través del obispo. (Philip Schaff, History of the Christian Church [Historia de la Iglesia Cristiana], páginas 56 e 57.).

Se hicieron llamadas a la lealtad y sumisión a esa autoridad visible por parte de diversos escritores cristianos primitivos. En las Homilías Clementinas se dice lo siguiente a un superintendente:

Y su trabajo consiste en clarificar lo que es apropiado, lo que deben seguir y no desobedecer los hermanos. Por tanto, la sumisión habrá de salvarlos, pero la desobediencia les acarreará el castigo del Señor, ya que al presidente [el superintendente presidente] se le ha confiado el lugar de Cristo. Por lo que, en efecto, el honor u honra mostrados al presidente se consideran como dirigidos a Cristo y, mediante Cristo, a Dios. Y lo que he dicho es que esos hermanos no pueden ignorar el peligro en el que incurren al desobedecerle, ya que quien desobedece sus órdenes a Cristo desobedece, y quien desobedece a Cristo ofende a Dios.2

Ese razonamiento simplista (que el superintendente presidente representaba a Cristo y, por tanto, que cualquier instrucción que diera debería ser recibida como si proviniera de Cristo mismo) ejercía coacción en los miembros de la congregación, esclavizándolos. Descalifica notablemente el valor que puede tener la exhortación, por incluir la cuestión de si las instrucciones del superintendente están en armonía con las de Cristo o, por el contrario, son contradictorias con ellas. En este caso merecían ser desobedecidas. Y, aun no siendo frontalmente contrarias, podrían ser cuestionadas como instrucciones que, sin embargo, sobrepasan lo que especifica la Sagrada Escritura y, por tanto, podrían someterse o no a lo que el juicio personal y la propia conciencia pudieran dictar. Esa injerencia del autoritarismo fue un aparente intento por revestir a los humanos imperfectos con el honor que tan sólo pertenece al Maestro perfecto. De aceptarlo en la forma absoluta en que se formula, con la consecuente supresión del criterio personal, convertiría a las personas en discípulos de hombres, seguidores de hombres, tal como había advertido el apóstol Pablo. (Hechos 20:30) A pesar de lo plausible o atractivo, el razonamiento era pernicioso, el resultado de la perversión del pensamiento. Con todo, hoy se recurre a prácticamente la misma argumentación, de idéntica manera y con los mismos efectos.

Una llamada similar a la obediencia implícita en la congregación y a un respeto reverencial hacia la autoridad humana se encuentra en los escritos de Ignacio, a principios del siglo segundo, en los que utiliza los siguientes términos:

Por nuestra parte debemos recibir a cualquiera a quien el Maestro de la casa envió para estar al frente de sus domésticos, como lo haríamos con El que le envió. Está claro, pues, que hemos de tener al obispo [el superintendente único] en la misma estima en la que tendríamos al Señor mismo. (“Epístola a los Efesios” de Ignacio, capítulo VI.)

Compare esa exhortación del siglo segundo relativa a la sumisión al obispo con estas palabras:

Abandonar o repudiar al instrumento escogido por el Señor significa abandonar o repudiar al Señor mismo, según el principio de que quien rechaza al siervo enviado por el Maestro rechaza al propio Maestro.

Esta última cita es del siglo veinte, corresponde a La Atalaya del 1 de mayo de 1922, que buscaba de esa manera inducir lealtad a las enseñanzas del primer presidente de la Sociedad Watch Tower, Charles, T. Russell. El escrito llegaba a decir:

Así que repudiarle a él y a su trabajo equivale a repudiar al Señor, según el principio antes mencionado.

Dieciocho siglos median entre los escritos de Ignacio y los de la Watch Tower. El argumento sigue siendo el mismo; la misma apariencia de plausibilidad en el razonamiento, y el mismo resultado nefasto de convertir a las personas en seguidores de hombres. Ese mismo razonamiento continúa en la actualidad. La única diferencia está en que la lealtad a Russell es sustituida ahora por la lealtad a “la organización”, presentada como “el instrumento escogido por el Señor”, la desobediencia a la cual representa ser culpable de repudiar a Cristo. Es algo así como pensar que el conceder tan grande autoridad y alto honor a un colectivo en vez de hacerlo con una persona individual, eso convierte al hecho en una cosa aceptable. Ese es un razonamiento engañoso que, al igual que fue cierto en el siglo segundo, tiene éxito en ejercer influencia en muchos que parecen estar incapacitados para darse cuenta de su falacia.

Ignacio, al equiparar la obediencia al obispo [superintendente], a los presbíteros [ancianos] y a los diáconos con la obediencia a Cristo, “quien los ha nombrado”, consecuentemente está diciendo que el desobedecerlos constituye también una ‘desobediencia a Cristo Jesús’. No deja posibilidad a una motivación correcta para no conformarse a eso cuando dice:

Quien no rinde obediencia a sus superiores se muestra autosuficiente, pendenciero y arrogante. (Capítulo V de la “Epístola a los Efesios” de Ignacio)

Ese etiquetar negativamente a todo aquel que no está de acuerdo con los dictados de la autoridad religiosa también tiene su correspondencia en el siglo veinte, empleándose prácticamente el mismo lenguaje. En referencia a quienes no comparten la afirmación de la Sociedad Watch Tower relativa a la “presencia” de Cristo desde 1914, La Atalaya del 1 de agosto de 1980 (páginas 19, 20), describe que son como quienes “adoptan una actitud desafiadora para con el ‘esclavo fiel y discreto’, el Cuerpo Gobernante de la congregación cristiana y los ancianos nombrados”, añadiendo a continuación que cualquiera que está en desacuerdo con la autoridad “nombrada teocráticamente”:

Cree que sabe más que sus compañeros cristianos, y más que el “esclavo fiel y discreto”, por medio del cual ha aprendido la mayor parte de lo que sabe acerca de Jehová Dios y sus propósitos. Desarrolla un espíritu de independencia, y llega a ser orgulloso de corazón… cosa detestable a Jehová” (Pro. 16: 5).

De nuevo esas palabras son marcadamente similares a las de Ignacio en su esfuerzo por magnificar la importancia de la autoridad episcopal.

En los escritos de Ignacio la carga de la sumisión se colocaba de una manera desigual sobre los miembros de la congregación. El razonamiento utilizado volvía a pasar por alto la responsabilidad principal que recae en cualquiera que pretende ser un representante de Cristo, la demostración personal de su completa sumisión a Cristo, administrando el propio mensaje del Maestro, libre de adulteraciones humanas, de añadidos y de alteraciones. Sobre él recaía la responsabilidad de probar que la instrucción que impartía a la congregación era auténticamente la que proviene de Dios y de Cristo, firmemente basada en la Sagrada Escritura. Dichos representantes no podrían ser “ejemplos para el rebaño”, a menos que ellos mismos mostraran sencillez, modestia y humildad de mente, más bien que exigírselo a los demás.

Considerando todo el proceso de intensificar el énfasis en la autoridad humana, el comentarista bíblico Lightfoot hizo notar:

Es muy necesario poner de manifiesto cómo la subversión del verdadero espíritu del cristianismo, negando la libertad individual y, en consecuencia, suprimiendo la responsabilidad directa hacia Dios y Cristo, está en el abrumador despotismo con el que ese lenguaje, tomado literalmente, habría de investir al oficio del epíscopo. (Comentario a la Epístola a los Filipenses de Lightfoot, página 237.)

La evidencia muestra que tales palabras, efectivamente, han sido tomadas de una manera literal, tanto en tiempos pasados como en tiempos modernos, dando como resultado la negación de la libertad individual y la anulación del sentido de la responsabilidad personal directa de parte del individuo hacia Dios y Cristo.

Ahora se tendía a considerar que fueran los hombres “nombrados” quienes ostentaran gran parte de la responsabilidad que corresponde a la persona. Con énfasis creciente se fue instando a los cristianos del período post-apostólico a que creyeran que la manera de permanecer en gracia de Dios era sencillamente permanecer sumiso y en conformidad con el superintendente u obispo y los líderes de la congregación. Estos hombres, que alegaban representar a Dios y a Cristo, deberían ser depositarios de la confianza de los demás y deberían ser seguidos al igual que se debía confiar y seguir a los apóstoles, sí, de la misma manera que se debería confiar en el propio Jesucristo y seguirle a él. Cuando hablaban, era como si hablara Dios. La necesidad de comprobar toda enseñanza a fin de llegar a una convicción personal en cuanto a la verdad, el hacer uso de la propia conciencia cristiana y la necesidad de sentir un profundo sentido de la responsabilidad personal hacia Dios por las creencias, actos y manera de vivir — fueron reemplazados por el énfasis a la sumisión a la autoridad humana constituida, el “centro visible de la unidad”.

¡Cuánta necesidad tenían los cristianos de aquel tiempo de mantenerse apegados a la exhortación del apóstol!:

Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues firmes, y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud. (Gálatas 5: 1, BJ)

De la Autoridad Centralizada en la Congregación a la Autoridad Centralizada a Nivel Internacional.

El proceso de centralización post-apostólico comenzó como una cosa interna en la congregación con la formación de un episcopado monárquico, pero no se detuvo ahí. Llegó a ser algo inter-congregacional. Esa etapa se llevó a cabo cuando los superintendentes presidentes (obispos) de diferentes ciudades se agruparon en una conferencia o concilio. A menudo la historia suele hacer referencia a eso como “sínodo” (término al que un diccionario define como referido especialmente a “un cuerpo gobernante religioso” – The Merrian-Webster Dictionary [1975 Edición de Bolsillo], bajo “synod”.) La corrección de tales concilios o sínodos tenía su justificación en el relato del capítulo quince de Hechos en donde se describe el concilio de Jerusalén.

Ese relato, sin embargo, no establece los fundamentos para apoyar la celebración de tales sínodos como cosa habitual, ni para la formación de un concilio permanente que tome decisiones sobre asuntos doctrinales o de congregación a manera de una corte religiosa. El comentarista Barnes del siglo diecinueve apunta a eso, cuando en su comentario dice:

Ese concilio ha sido usualmente invocado como justificación para los concilios permanentes en la iglesia y, en especial, para las cortes de apelación y control. Pero no establece lo uno ni lo otro, ni debería mencionarse como apoyo para ninguna de esas cosas. Porque, (1) Aquello no constituyó una corte de apelación en ningún sentido creíble. Se trató de una reunión acordada para un propósito especial; convocada para solucionar una cuestión que había surgido en una determinada zona de la iglesia, y que requirió de la atención de la sabiduría de los apóstoles y de los ancianos. (2) No tuvo los apéndices de un juicio… Las cortes judiciales implican un grado de autoridad que el Nuevo Testamento no da pie a pensar que le haya sido concedido a ningún cuerpo eclesiástico humano. (3) No existe la más leve indicación de que se hubiera de dar continuidad a dicho concilio, o que debiera celebrarse de una manera periódica o regular. Prueba, en efecto, que cuando se presentan casos difíciles — cuando los cristianos están confusos y desconcertados, o cuando afloran contiendas — es apropiado acudir a hombres cristianos en busca de consejo y dirección… pero el ejemplo del concilio convocado en una situación especial de emergencia en Jerusalén no debería ponerse como pretexto para otorgar autoridad divina a esas reuniones periódicas… (4) Debe añadirse que, en efecto, debería concederse a la decisión de los apóstoles y ancianos para aquella ocasión un grado de autoridad (Compare con Hechos 16: 4) que no corresponde a ningún cuerpo de ministros o seglares ahora. Además, nunca debería olvidarse — cosa que, ¡ay!, parecen haber hecho de buen agrado y con gran interés los eclesiásticos — que ni los apóstoles ni los ancianos hicieron valer jurisdicción alguna sobre las iglesias de Antioquía, Siria y Cilicia; que ellos no reclamaron derecho alguno para manejar aquellos casos; que ellos no intentaron “enseñorearse” sobre la fe y la conciencia de aquellos cristianos. El caso se circunscribía a una sola cuestión, una cuestión determinada y específica remitida a ellos, y como tal, emitieron una decisión sobre la misma… no ordenaron que otros casos parecidos que se produjeran les fueran remitidos a ellos, a sus sucesores o a algún tribunal eclesiástico. Es evidente que consideraban una bendición para las iglesias el disfrute de la más amplia libertad, y no dieron consideración a acuerdos con carácter permanente que hicieran valer el derecho a legislar en materia de fe, o a legislar respecto a la dirección de hombres libres del Señor.3

La evidencia corrobora lo antes expresado, todo lo cual demuestra la fragilidad de la posición de la Watch Tower con respecto a la permanencia y continuidad de un “cuerpo gobernante” que se perpetúe en el tiempo. Si hubiera existido una especie de “cuerpo gobernante” central que hubiera estado operando desde el comienzo del cristianismo, tales consejos no serían algo nuevo, no constituirían innovación alguna. Si el concilio que se describe en el capítulo quince de Hechos y que afectaba a Jerusalén y a Antioquía hubiera de ser un ejemplo y una política que se perpetuara, entonces habrían tenido continuidad esos concilios incluso después de la caída de Jerusalén en el año 70 D.C. Al contrario de eso History of the Christian Church (Historia de la Iglesia Cristiana) de Schaff dice (pagina 176):

…no se ha apreciado una línea clara de concilios hasta mediados del siglo segundo… cuando se produjo el primero.

De modo que no fue sino, al menos, cien años más tarde de lo que relata el capítulo quince de Hechos, que encontramos la primera evidencia de la celebración de otro concilio.

La historia muestra, además, que dichos concilios estaban abiertos originariamente a cualesquiera miembros de la congregación, la gente de la comunidad donde tenía lugar el concilio estaba capacitada para asistir y, en ciertos casos, hacer valer su influencia. Con el tiempo, sin embargo, la asistencia y la participación en los sínodos se fueron restringiendo. Schaff dice:

Pero con el crecimiento del espíritu jerárquico, ese espíritu republicano [es decir, permitir la asistencia no sólo de obispos o superintendentes, sino también de ancianos y miembros comunes de la congregación] fue progresivamente desapareciendo. Después del concilio de Nicea (325) sólo los obispos tenían voz y voto… los obispos, además, no actuaban en representación de sus iglesias ni en nombre del conjunto de los creyentes, como anteriormente, sino con derecho propio como sucesores de los apóstoles. (Philip Schaff, History of the Christian Church [Historia de la Iglesia Cristiana], página 178.)

Esporádicos al principio, los concilios fueron gradualmente haciéndose más frecuentes y su autoridad, en las formas de las decisiones que alcanzaron, recibió énfasis creciente.

En la época de Cipriano (200-258 D.C.), los sínodos o concilios y las conclusiones, la política y las posiciones a las que llegaron a afianzarse como algo vital. Cipriano sostenía que la unidad de la Iglesia estaba basada en la unanimidad de los superintendentes u obispos. (“Los Tratados de Cipriano”, Tratado I, párrafo 5.) El superintendente presidente u obispo eventualmente llegó a ser el único participante de su congregación en el concilio, después era el portador de las decisiones del concilio a los miembros de la congregación. Como hace notar Lightfoot, el obispo o superintendente se había constituido en el “indispensable canal de la gracia divina”. (Comentario de Lightfoot a la Epístola a los Filipenses, página 243)

Quienes no aceptaran lo que llegara a través de ese “canal” eran denunciados por Cipriano, diciendo de ellos que eran culpables del pecado de “Coré, Datán y Abirán”, quienes se rebelaron contra Moisés y Aarón. Compare ese enfoque con esto otro:

Debemos mostrar nuestro entendimiento en estos asuntos, apreciando nuestra relación con la organización teocrática visible, teniendo presente la suerte que corrieron aquellos como Coré, Acán, Saúl y Uzías, así como otros que olvidaron el orden teocrático.

Esas palabras correspondientes al número del 1 de febrero de 1952 de la revista Watchtower (página 79) reflejan el lenguaje de Cipriano. (Ver también La Atalaya del 1 de septiembre de 1982, páginas 17, 18) Lightfoot menciona que Cipriano vez tras vez utilizó en sus argumentos semejanzas del Antiguo Testamento (como la de Coré) y hace notar que tales pretensiones “son exigidas además… como absolutas, apremiantes e incuestionables”. Eso significa que Cipriano no necesitabademostrar que sus comparaciones estuvieran correctamente aplicadas, que efectivamente aquellas personas estaban obrando de la misma manera que los rebeldes del tiempo de Moisés. Sólo con afirmar que así era, se esperaba que todo el mundo estuviera de acuerdo.

También eso tiene su réplica exacta en la moderna organización de los Testigos de Jehová de hoy. Se utilizan las mismas comparaciones contra quienes discrepan de las opiniones del “canal” de la organización y, con palabras parecidas a las de Ignacio, a los que no están conformes se les cataloga como “seguros de sí mismos, pendencieros y orgullosos”. Basta con que la organización diga que existe similitud con las personas que en el pasado fueron rebeldes para esperar que todo el mundo crea que así es en verdad.

La Salvación únicamente Dentro y a Través de la Organización Religiosa

La congregación o iglesia se concibe ahora, no como una simple hermandad, todos unidos mediante la fe común y el amor mutuo, sino como una institución religiosa con sus límites bien definidos, no pudiendo nadie traspasar esos límites institucionales sin que le sobrevengan consecuencias desastrosas. Así, Cipriano escribió lo siguiente:

No puede tener a Dios como su Padre quien no tiene a la Iglesia como su madre. Si hubiera existido para alguien la posibilidad de escapar con vida fuera del Arca de Noé, también existiría la posibilidad de escape fuera de la iglesia.4

Así, de esta forma, la enseñanza bíblica de la salvación que proviene de la fe en el sacrificio de rescate de Jesucristo fue complementada y le fueron añadidos detalles que sobrepasan lo que enseña la propia Escritura. Nadie puede ser salvo, se dice, si no permanece dentro de la iglesia organizada, sujeto al obispo o superintendente. El papel exclusivo del Hijo de Dios con respecto a la salvación pierde su exclusividad. Se involucra a hombres dentro de ese papel, los superintendentes y la propia organización eclesiástica u organización comparten el papel dador de vida de Cristo, convirtiéndose también en algo necesario para la salvación.

Las palabras llegaron a adquirir un sentido diferente. El término griego ekklesia, que generalmente se traduce como “iglesia” o “congregación”, sencillamente significa “asamblea o reunión”. Usualmente en la Sagrada Escritura se utiliza para referirse a una reunión de personas que se congregan juntas como compañeros de creencia. Ellos eran una “asamblea” debido a que se congregaban o se reunían juntos. Salvo en los primeros momentos cuando aún eran bien considerados en las sinagogas, las reuniones se celebraban principalmente y, en la práctica, casi exclusivamente, en hogares privados. (Romanos 16: 5; Colosenses 4: 15; Filemón 2.) Era el acto de reunirse o congregarse lo que los constituía en congregación, no la pertenencia como miembros a un grupo constituido u “organizado”. El término ekklesia se aplicaba a ellos como un pueblo reunido, una asamblea de gente, considerado de manera local o como un cuerpo colectivo que forma el pueblo de Dios, la asamblea de los primogénitos. (Hechos 13: 1; 1 Corintios 1: 2; 16: 1, 19; Efesios 5: 23; Colosenses 1: 18; Hebreos 12: 23.) Ellos formaban una “comunidad”, es decir, un pueblo con intereses comunes que los mantenía unidos.

Aunque el término no dejó de ser utilizado con esos significados, en los siglos siguientes entró en juego otra manera de entenderlo. Como lo muestran las menciones ya hechas relativas a ese período, el término “iglesia” (ekklesia) llegó de hecho a significar la autoridad religiosa detentada por quienes ejercieron un control cada vez mayor sobre los congregados. Lealtad a la “iglesia” ahora llegó a significar, no sencillamente lealtad a la comunidad cristiana, sino especialmente lealtad a los líderes de la misma y a su dirección. De la misma manera, cuando hablaba la “iglesia”, no se refería a lo que expresaba la comunidad, sino a lo que decía la autoridad religiosa.

Todo ello representó un sutil, pero sustancial, cambio de enfoque en lo que tiene que ver con el compromiso de lealtad y la adhesión cristiana. El centro de atención al cabeza, Cristo, fue cambiado para dirigirlo al cuerpo o, en realidad, hacia aquellos miembros expresos del cuerpo que más se hacían oír, quienes pretendían hablar con autoridad en nombre de todo el cuerpo. No es que los cristianos no debieran sentir profunda preocupación por sus compañeros miembros del cuerpo, para que “no hubiera división alguna en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocuparan lo mismo los unos de los otros. Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo”. (1 Corintios 12: 25, 26) Pero lo que hace firme ese espíritu de unidad es, en primer lugar, la lealtad y el apego — no al grupo declarado de miembros del cuerpo que han obtenido posiciones de dominio — sino al auténtico Cabeza, a Cristo. Dondequiera que esa lealtad y apego son fuertes, los cristianos nunca dejarán de mostrar atención para sus compañeros miembros del cuerpo.

El efecto del cambio que se puso en marcha al principio del período post-apostólico es hoy absolutamente evidente. A pesar de todo lo que directamente significa el término griego ekklesia, palabras tales como eclesiástico en español, así como los términos iglesia, église y chiesa (en español, francés e italiano respectivamente) para “iglesia”, por ejemplo, es muy raro que en la mente de las personas adquieran el significado de una asamblea de personas, sino que más bien los lleva a pensar en una organización religiosa (o un edificio eclesiástico).

Oficinas Centrales de una Organización Internacional

A pesar de los concilios periódicamente celebrados, aún no existía una dirección central sobre las congregaciones cristianas, nada que pudiera parecerse a un “cuerpo gobernante” internacional que ejerciera control autoritario sobre todos los cristianos en todas partes. Pero eso llegó.

Los mismos argumentos que anteriormente habían permitido la instauración de un arreglo monárquico, donde uno de los miembros del cuerpo de ancianos vino a ser el único Superintendente (u obispo), alguien en torno a quien la congregación podía unirse como un “centro visible de autoridad” y que más tarde llevó a la formación de sínodos o concilios para una región particular, “condujeron hacia un centro visible para toda la iglesia”, ahora a nivel internacional. (Philip Schaff, History of the Christian Church [Historia de la Iglesia Cristiana], página 155)

Los concilios de superintendentes inicialmente tuvieron influencia tan sólo sobre un área, provincia o región particular. Sin embargo, con la celebración del Concilio de Nicea (325 D.C), se comenzó a universalizar el asunto, abarcando todo aspecto. El énfasis sobre la autoridad humana que había comenzado como algo dentro de la congregación y, posteriormente, entre varias congregaciones, al final llegó a internacionalizarse. El Concilio niceno fue convocado por el emperador romano Constantino (quien no estaba bautizado), principalmente para conseguir una posición unificada entre los obispos cristianos (superintendentes) relacionada con la relación existente entre Cristo y Dios, asunto que estaba dividiendo profundamente a muchos. El asunto no se circunscribía a la divinidad de Cristo, un hecho aceptado, sino si debería ser identificado totalmente con la divinidad suprema, el Soberano del cielo y la tierra. Respecto a la ocasión, Sócrates (380-450 D.C), un historiador profano, escribió:

La situación era exactamente como la de una batalla librada en la noche, donde ambas partes parecían ir a oscuras con respecto a las razones profundas que les permitían lanzarse improperios mutuamente. (Ecclesiastical History [Historia Eclesiástica], de Sócrates, I, 23, citado en The Rise of Christianity, por W.H.C. Frend, página 498)

El historiador eclesiástico Eusebio de Cesarea (alrededor de 260-339) afirma que, mediante la intervención directa y personal de Constantino en las deliberaciones del Concilio, se adoptó una fórmula en la que se declaraba que Jesús fue “engendrado no creado, el único que comparte existencia con [homoousios en griego] el Padre”. Con referencia al poder que tuvo la decisión de ese cuerpo internacional, Jaroslav Pelikan, historiador de la universidad de Yale, escribe en su libro Jesus through the Centuries, [Jesús A través de los Siglos], página 53:

Una vez que el Concilio de Nicea había aceptado esas fórmulas, llegaron a ser ley no sólo para la iglesia, sino para el imperio.

Según Ecclesiastical History [Historia Eclesiástica], 1.9, de Sócrates, Constantino escribió a la iglesia de Alejandría (Egipto) que “la terrible gravedad de las blasfemias que algunos estaban descaradamente profiriendo con respecto al poderoso Salvador, nuestra vida y esperanza”, ahora había sido condenada y contrarrestada, “pues lo que ha resultado aceptable para el juicio de trescientos obispos no puede ser otra cosa que la doctrina de Dios”.

Ello dice algo con respecto a la mentalidad que se había extendido entre los cristianos profesos, aquello que llegarían a aceptar y creer, creerían que simplemente porque un gran número de líderes religiosos a manera de un cuerpo gobernante votara a favor de una determinada posición, eso garantizaría que aquello era lo correcto, convirtiéndolo de hecho en “la doctrina de Dios”. Todavía hoy prevalece la misma mentalidad, incluso cuando se trata de un número mucho más reducido de personas.

El proceso de centralización llevó con el tiempo a la formación de una iglesia Católica (que significa “universal”) y a la creación de un gobierno eclesiástico central. Dicho proceso encontró un aliado en el poder político del imperio Romano.5

Fueron necesarios varios siglos, pero la insistencia constante en que la unidad de creencia y criterio de actuación hacían necesario el incremento progresivo de la autoridad humana eventualmente llevó al resultado final: dirección y control internacional de las congregaciones a través de una autoridad centralizada. Ello condujo, además, a la creación de un número creciente de puestos de prominencia a medida que ese desarrollo creaba áreas adicionales y niveles de autoridad y, finalmente, a una jerarquía.

La pretendida meta de uniformidad en las creencias pudo ahora realizarse, siendo su precio la pérdida de la libertad cristiana. Ahora pudieron ser superadas cuestiones referentes a la falta de base bíblica para ciertas enseñanzas, normas o arreglos, y no mediante la fuerza convincente de la verdad, sino por la imposición del poder.

El comentarista del siglo dieciocho citado al principio de este capítulo, después de indicar que había sido el peso de la autoridad el arma empleada en el primer siglo por judíos y gentiles en su lucha contra las buenas nuevas, llega a decir irónicamente:

… cuando los cristianos crecieron hasta formar mayoría, y llegaron a pensar que el mismo instrumento que había sido el enemigo y destructor de su causa sería el único apropiado para defenderla, entonces fue la propia autoridad de los cristianos la que, por etapas, no solamente echó fuera la honra de la cristiandad, sino que casi la desterró de entre los hombres. (Enciclopedia de McClintock and Strong, volúmen I, página 553, bajo “Authority”.)

La autoridad para el servicio y la edificación fue pervertida, derivando hacia la autoridad para subordinar, controlar y dominar, un proceso destructivo no tan sólo de la libertad cristiana, sino del auténtico espíritu del cristianismo y de la hermandad cristiana.

Contrario al trasfondo histórico ya expuesto, al tratar sobre la posición de cualquiera que sirve en alguna capacidad dentro de una congregación, el comentarista Lightfoot observa que, según la Escritura:

… su cargo es representativo y no vicario. No se interpone entre Dios y el hombre de tal manera que la comunicación directa con Dios sea suplantada por una sola persona, o que su mediación venga a ser indispensable para los demás. (Comentario a la Epístola a los Filipenses de Lightfoot, página 267)

Lo que quiere decir es que nunca los hombres pueden reclamar en justicia que: ‘puesto que somos los subpastores de Cristo se nos debería dar el mismo trato que al propio Pastor; nunca deberían ponerse en cuestión nuestras instrucciones como no se cuestionarían las de Él. Es a través nuestro que se tiene una relación con Dios y Cristo y, por tanto, si se desea la aprobación y la bendición de Dios, se debería permanecer en completa sumisión a nuestra dirección. Sean agradecidos para con nosotros por todo y permanezcan tranquilos‘. Afirmar eso va directamente en contra de los consejos del apóstol Pedro a sus compañeros ancianos, cuando dice:

No tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey. Y cuando aparezca el Mayoral, recibiréis la corona de gloria que no se marchita. De igual manera… revestíos todos de humildad en vuestras mutuas relaciones, pues Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. (1 Pedro 5: 3-5, BJ)

Individualmente cada cristiano está obligado a juzgar lo genuino de cualquier mensaje que le sea presentado. Ha de tomar su propia decisión en cuanto a su validez, haciéndolo sin importar las pretensiones que acompañen a ese mensaje, sin tener en cuenta el ropaje de autoridad con el que venga investido. Eso se desprende de las palabras del propio Jesús cuando, con respecto a sus verdaderas ovejas, dijo lo siguiente:

… y sus ovejas le siguen [al verdadero Pastor], porque conocen su voz. Pero no seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños. (Juan 10: 4, 5, BJ)

Claramente, las “ovejas” han de juzgar por sí mismas si de verdad es Jesucristo el que les está hablando a través del mensaje que reciben. La exaltación de los hombres, mediante habla autoritaria, dogmatismos y propuestas legalistas que anulan la tolerancia y la compasión, necesariamente ha de tener un sonido extraño para las “ovejas”, cuando todo eso proviene de personas que alegan representar a su Pastor. Antes que adherirse al punto de vista que a veces se escucha en cuanto a que “aun estando equivocados, hay que continuar”, Jesús dijo que sus ovejas habían de distanciarse cuanto pudieran de quienes, mediante proposiciones tiránicas, se muestran extraños al espíritu del cristianismo. Existen motivos razonables para evitar a esas personas en vista de que los hechos históricos no dejan lugar a dudas de la tendencia innata en los hombres para encontrar la manera de imponer su voluntad y su manera de ver las cosas a los demás, suplantando así de una u otra manera la voluntad de Dios y de su Buen Pastor.

Resumiendo lo que revela la historia, Lightfoot escribe:

El ideal apostólico se puso en marcha, y en unas cuantas generaciones quedó olvidado. El sueño permaneció tan sólo por un tiempo y entonces se desvaneció… de ser los representantes, los embajadores, los [hombres] de Dios pasaron a ser considerados sus vicarios [es decir, como sus sustitutos, ocupando su lugar]. (Comentario a la epístola a los Filipenses de Lightfoot, página 268).

Personalmente creo que el progreso de ese espíritu, con su enaltecimiento de la autoridad humana y la concentración de la misma en unas pocas personas, guarda estrecha relación con las palabras del apóstol Pablo relativas a la aparición de un “hombre de desafuero”, tal como está registrado en la segunda carta a los Tesalonicenses, capítulo 2, versículos 3-12. De dicho “hombre” se dice:

Se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él mismo en el santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios (BJ).

No veo razón alguna para llegar a creer que la venida de dicho “hombre” se refiera a la aparición de alguien particular, incomparablemente ingobernable, con mayor motivo que pensar que la “mujer” llamada “Babilonia” pudiera referirse a una mujer en particular. Ni creo que el cumplimiento relacionado con el “hombre del desafuero” se refiera a ningún sistema religioso. El término “hombre” se utilizaría en referencia a un tipo o arquetipo que describe a todas las personas que ponen de manifiesto las características de dicho tipo. Las palabras de Pablo referidas a la venida de dicho “hombre” son muy parecidas a las de Juan: “Habéis oído que iba a venir un anticristo”, y las que se refieren al hombre que niega que Jesús sea el Cristo: “Ese es el anticristo”. (1 Juan 2:18, 22, BJ) El contexto muestra que Juan no limita el término a una persona concreta, sino que lo aplica a todos aquellos que encajan con la descripción. De modo que, también debería ser así con la expresión “el hombre de desafuero”.

No podría existir mayor “desafuero” que el que intenta invadir, incluso usurpar, la posición y la autoridad del Dios Soberano. Y eso es exactamente lo que la evidencia muestra que han hecho hombres de religión, no sólo en la historia del pasado, sino también en el presente. Dado que el Padre ha revestido a Jesucristo de “todo poder y autoridad” y ha decretado que “todos deberían honrar al Hijo de la misma manera que honran al Padre”, cualquier intento por ocupar la posición de Cristo y de ejercer la jefatura que en justicia sólo a él pertenece debería ser calificado como desafuero de una gravedad en correspondencia a lo serio del asunto. (Mateo 28:18; Juan 5:23) ¿En qué sentido, entonces, puede decirse que quienes actúan de esa manera ‘se sientan en el templo afirmando ser Dios’?

El templo de Jerusalén era el lugar simbólico de la morada de Dios, el sitio donde moraba entre el pueblo, desde donde los presidía, proporcionándoles sus leyes y respuestas. Después, la congregación cristiana pasó a ser el templo de Dios, su pueblo en el que él mora. (Efesios 2:19-22; 1 Pedro 2: 4, 5)  El sentarse en el templo por parte del “hombre de desafuero” podría dar a entender sus pretensiones de tener derecho a ejercer autoridad divina en la congregación cristiana como la que Dios ejercía en su templo en Jerusalén, actuando como si él mismo fuera la fuente de la que procede la autoridad.

Sobre su ‘elevación sobre todo lo que lleva el nombre de Dios’ e incluso pretender “ser Dios”, el comentarista Barnes escribe:

Toda pretensión de dominio sobre la conciencia o cualquier plan para dejar a un lado las leyes divinas y restarles eficacia [hacerlas inconsecuentes o no operativas], se correspondería con lo que supone esa descripción. No cabe esperar que haya alguien que se atreva a afirmar abiertamente ser superior a Dios, pero se habría de dar la sensación de que los decretos y las estipulaciones del “hombre de pecado” invadirían el ámbito de jurisdicción en el que sólo a Dios corresponde legislar, y que las ordenanzas por él promulgadas serían de una naturaleza que dejaran sin efecto las leyes divinas, al colocar otras en su lugar… Eso significa necesariamente que, mediante mucha palabrería, realmente alegue ser Dios, que usurpe el lugar de Dios y exija las prerrogativas de Dios.6

La clave del asunto claramente está en la autoridad y la atribución de una autoridad que, por derecho, pertenece sólo a Dios y a su Hijo. Cuando unos hombres convocan a otros, ya sea abierta o solapadamente, para que acepten su palabra y sus normas religiosas (enseñanzas y normas que no están establecidas con claridad en la Sagrada Escritura) como si provinieran de Dios, ciertamente parece que estarían manifestando las características propias del “hombre de desafuero”.

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En Busca de la Libertad Cristiana – Capítulo 3 (Adaptado)

Notas

1 El reconocido historiador eclesiástico del siglo diecinueve, Augustus Neander, en su obra General History of the Christian Religion and Church, [Historia General de la Religión y la Iglesia Cristiana] páginas 194 a 201, trae a colación la manera en que la iglesia cristiana volvió, en muchos aspectos, a posiciones del Antiguo Testamento. En lugar del sacerdocio universal para todos los creyentes, fue gradualmente apareciendo un sacerdocio separado, diferenciado de la generalidad de los cristianos y ejerciendo funciones de mediación en la relación de ellos para con Dios. Tertuliano (alrededor de 145-220 D.C.) incluso se refirió al superintendente de congregación u “obispo” como el “sacerdote jefe”, y también se refiere a los que no conforman el grupo de los superintendentes, ancianos o diáconos, como “seglares”. (“On Baptism”, capítulo XVII). Sobre los efectos de todo eso, Neander comenta: “Ese título presupone que ya se había comenzado a comparar a los presbíteros [ancianos] con los sacerdotes; a los diáconos, o en general, a la clase espiritual, con los levitas… Cuando la idea de un sacerdocio cristiano universal retrocedió a posiciones del pasado, la consagración sacerdotal que todos los cristianos habían de hacer de su vida entera también la acompañó… Cristo había elevado por completo la vida terrestre a la dignidad de una vida espiritual… los nuevos conceptos relativos a la dignidad del clero [refiriéndose a unos elegidos o ungidos] llevó a los hombres a la creencia de que lo que hasta entonces habían considerado como un don gratuito del Espíritu para todos o para los cristianos individualmente, había de quedar restringido para un oficio específico en el servicio de la iglesia… Ahora, el libre operar del Espíritu se había de acomodar a un procedimiento formal y mecánico”.

2 “The Clementine Homilies”, Homilia II, capítulo 66, 70. Aunque son atribuidas a Clemente de Roma, las Homilías Clementinas son de autoría y fecha desconocidas, aunque es evidente que no son posteriores al siglo tercero D.C.

3 Barnes’ Notes (Hechos, Romanos), página 235. Dada la afiliación de Barnes a la iglesia Presbiteriana, se hace muy notable su candor en esta cuestión. A pesar de que esa denominación tiene un sínodo permanente, la “Asamblea General”, él no titubeó en mostrar que tal arreglo es meramente una cuestión de iglesia, no algo autorizado divinamente.

4 Los Tratados de Cipriano, Tratado I, párrafo 6; Schaff (History of the Christian Church [Historia de la Iglesia Cristiana], página 174) comenta: “El principio bíblico de que: ‘Fuera de Cristo no hay salvación’, fue recortado y restringido por el principio de Cipriano: ‘fuera de la iglesia (visible) no hay salvación’”. Las publicaciones de la Watch Tower utilizan prácticamente esa misma argumentación, como Cipriano en sus referencias a estar dentro del “arca”, abogan por una salvación dependiente de la permanencia de la persona dentro de la “organización visible” y dentro de su “paraiso espiritual”. Vea Usted Puede Vivir para Siempre en el Paraiso en la Tierra, páginas 192, 193; La Atalaya del 1 de mayo de 1975, páginas 283, 284.

5 Más tarde esa centralización se vio afectada por una lucha de supremacía entre la facción occidental de la iglesia, representada por Roma, y la parte correspondiente a oriente, representada por Constatinopla. Hoy en día esa división la vemos en la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa.

6 Barnes’ Notes (Efesios a Filemón), páginas 82 a 84. Aunque Barnes aplica esa descripción en primer lugar al Papado católico, ciertamente hay razones para considerar que el asunto tiene una aplicación más amplia.

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