Una Oferta de Sentido

En nuestra búsqueda desesperada por dar sentido a nuestra existencia, a veces no hacemos más que “dar palos de ciego“. Hacemos uso de nuestra libertad, pero como nadie aprende por la experiencia ajena, a menudo nos equivocamos y nos acribillamos con muchos dolores. Pero una cosa es segura: aprendemos, ya lo creo que aprendemos, y muchas veces por las malas.

En este mundo donde de un modo u otro todos andamos a tientas, cabe preguntarse si podría hallarse algo de luz para andar por ese difícil camino, conducirse con un mínimo de éxito, pero además sin renunciar a la esperanza.

No cabe duda de que la filosofía ayuda en toda esa labor. Desde Tales de Mileto, quien dio paso a la razón, hasta nuestros días, ha llegado a ser ingente el conocimiento filosófico acumulado por el hombre. Sólo el sentido básico del concepto filosofía, ‘amor a la sabiduría‘, da muestra de cuál ha sido el deseo todo del hombre desde entonces. Pero a esta altura de la historia humana, habría que preguntar si los esfuerzos sinceros de la razón son suficientes en esa lucha por la búsqueda de sentido. También, si en esa búsqueda desesperada debería prescindirse de uno de los más importantes bagajes espirituales de la historia: el advenimiento del cristianismo. Y es que se da la circunstancia de que, aunque muchos lo rechacen, sigue estando ahí como una seria oferta de sentido.

Adentrarse algo en los dichos y obra de Jesús de Nazaret, conlleva el riesgo de llegar a apreciarlo. Porque no sólo se ha comparado su sabiduría a la de Sócrates, sino que además ofrece con firme determinación esperanza; esperanza de que el sufrimiento y la injusticia no tengan la última palabra; esperanza también de que nuestros proyectos de vida nunca más se trunquen por nuestra muerte o la de nuestros seres queridos. Bien pensado, no parece mal asunto ese, ¿verdad?

Es muy difícil que una lectura tranquila y sosegada de los evangelios deje indiferente a nadie. Por ejemplo, hay un pasaje de alguien que, casi al final de su vida, se dio cuenta de lo que tenía realmente delante. Dice así:

“Uno de los criminales allí colgados empezó a insultarlo: —¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros! Pero el otro criminal lo reprendió: —¿Ni siquiera temor de Dios tienes, aunque sufres la misma condena? En nuestro caso, el castigo es justo, pues sufrimos lo que merecen nuestros delitos; éste, en cambio, no ha hecho nada malo. Luego dijo: —Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. —Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso — le contestó Jesús”. -Lucas 23:39-43, Nueva Versión Internacional.

Aquel hombre, un delincuente ajusticiado al lado de Jesús, no tenía ya nada que perder y podía mostrarse sincero. Mientras que unos insultaban a Jesús, otros callaban por miedo o simplemente se habían ido. Admitió que él estaba recibiendo su merecido por delinquir, pero que sin embargo, “éste (Jesús) no ha hecho nada malo“. Sabía que tenía a su lado a alguien muy especial. Reconoció en Jesús de Nazaret la luz que quizá le faltó a lo largo de su vida. Y no lo dudó: “Señor, acuérdate de mí“. Y Jesús responde. Sabe lo que hay en su corazón y le augura la mejor dicha.

Dice el pasaje que a pesar de que el medio día ya había pasado y era casi media tarde, “la tierra quedó sumida en la oscuridad, pues el sol se ocultó. Y la cortina del santuario del templo se rasgó en dos”. Efectivamente, todo mostraba que se trataba de alguien muy especial, de alguien único. En realidad, según las Escrituras se trataba de ‘el cordero de Dios que quita el pecado del mundo‘ y que habría de llenar de esperanza y alegría el corazón de millones de personas desde entonces.

Es siempre muy difícil que se reconozca a alguien muy especial, a alguien único, y que se le olvide con facilidad. En nuestro caso habría que preguntar si nuestra búsqueda desesperada de sentido habría de llevarse a cabo como si Jesús de Nazaret todavía no hubiera venido, o como si después de tantos siglos de “razón” importara más bien poco. Al contrario, para muchas personas esa luz tiene más sentido que nunca porque encaja perfectamente con sus más íntimos anhelos de justicia. Como lo expresó Max Horkheimer (1895-1973):

“El mundo es apariencia, el mundo no es la verdad absoluta, lo definitivo. La teología es – y lo digo a sabiendas con toda cautela – la esperanza de que esta injusticia que caracteriza al mundo no prevalezca para siempre, de que la injusticia no sea la última palabra, de que el asesino no triunfe sobre la víctima inocente”. – Max Horkheimer, Anhelo de Justicia, Trotta, 2000.

Por eso son tantas las personas que lo atesoran en su corazón. Para ellas ese reconocimiento, ese hallazgo, ha sido como cuando alguien encuentra una perla de gran valor: vende todo lo que tiene y la compra (Mateo 13:45,46, NVI). Quizá por eso Blaise Pascal (1623-1662) lo tuvo claro:

“el último paso de la razón es reconocer que hay una infinitud de cosas que la superan… El corazón sabe de razones que la mente ignora”.

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Pensamiento y Cultura

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