“No hay Doctrina de la Trinidad en el Nuevo Testamento”

Lo que creen los judeocristianos

La fe en el Dios único era tan evidente en la primera comunidad judeo cristiana que era del todo imposible que cupiera pensar en la rivalidad de otro ser semejante a Dios. Que el Ajusticiado fue elevado por Dios a Dios y que ahora (en consonancia plena con el Salmo 110) Ocupa el puesto de honor “a la derecha de Dios”, que él fue “hecho Señor y Mesías” mediante la resurrección [Cf. Hch 2,22-36] y que él es ahora el indicador del camino, portador de la salvación y futuro juez del mundo, todo esto fue considerado en el paradigma judeocristiano – y en Pablo y Juan – no en competencia con la fe en el Dios uno, sino como consecuencia de dicha fe. Jesucristo, la encarnación de la soberanía y del reino de Dios que es posible experimentar ya ahora en el Espíritu. Signo significativo de la fe era el bautismo; primero “en el nombre de Jesús”; por último, también – un ulterior desarrollo litúrgico de la fórmula cristológica en la comunidad de Mateo –  “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” – El bautismo tiene lugar en el nombre y en nombre de aquel (del “Hijo”) en el que el Dios uno mismo (el “Padre”), mediante su espíritu (el “Espíritu Santo”), está en nosotros. Y, sin embargo:

No hay doctrina de la Trinidad en el Nuevo Testamento

Si bien abundan las fórmulas triádicas, sin embargo en todo el Nuevo Testamento no hay ni una sola palabra acerca de una “unidad” de estas tres magnitudes, sin embargo, altamente distintas, de una unidad en un igual plano divino. Cierto que hubo una vez en la primera carta de Juan una frase (Comma Johanneum) que, en el contexto de espíritu, agua y sangre, mencionaba a continuación al Padre, la Palabra y el Espíritu, que serían “uno” [El texto original de 1 Jn 5,7s habla de espíritu, agua (=bautismo) y de sangre (=Cena del Señor), que  “concuerdan” (traducción de unidad) o que “van a lo mismo” (ambos sacramentos son testimonio que procede de la fuerza del mismo espíritu). Para la interpretación, cf. R. Bultmann, Die drei Johannesbriefe, Göttingen, 1967, pp. 83 s.]. Sin embargo, la investigación histórico-crítica ha desenmascarado esta frase como una falsificación nacida en el Norte de África o en Espáña en el siglo III o IV, y de nada sirvió a las inquisitoriales autoridades romanas su empeño en defender todavía a principios de este siglo como auténtica esta frase [Cf. H. Denzinger, Enchiridion n. 2.198.]

¿Qué otra cosa significa esto en palabras llanas sino que en el judeocristianismo, incluso en todo el Nuevo Testamento, existe la fe en Dios, el Padre, en Jesús, el Hijo, y en el Espíritu Santo de Dios, pero que no hay una doctrina de un Dios en tres personas (modos de ser), una doctrina de un “Dios uni-trino”, de una “Trinidad”? Pero ¿cómo entiende el Nuevo Testamento la relación entre Padre, Hijo y Espíritu?

Para darnos a entender la relación de Padre, Hijo y Espíritu no hay en todo el Nuevo Testamento otra historia mejor que aquel discurso de defensa del protomártir Esteban que Lucas nos ha transmitido en sus Hechos de los Apóstoles. Esteban tiene una visión durante ese discurso: “Lleno del Espíritu Santo, fijó la mirada en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la derecha de Dios, y dijo: “Veo el cielo abierto y a aquel Hombre de pie a la derecha de Dios”” [Hch 7,55s.]. Aquí se habla, pues, de Dios, de Jesús, del Hijo del Hombre y del Espíritu Santo. Pero Esteban no ve, por ejemplo, una divinidad trifacial y menos aún tres hombres de igual figura, ni un símbolo triangular, como llegará a utilizarse siglos más tarde en el arte cristiano occidental. Más bien:

– El Espíritu Santo está alIado de Esteban, está en él mismo. El Espíritu, la fuerza y poder invisibles que proceden de Dios, lo llena por completo y le abre así los ojos: “en el Espíritu” se muestra a él el cielo.

– Dios mismo (ha theós = “el” Dios a secas) permanece oculto, no se asemeja al hombre; sólo su “gloria” (hebreo kaboda, griego dóxa) es visible: esplendor y poder de Dios, el resplandor que proviene por completo de él.

– Jesús, finalmente, visible como el Hijo del Hombre, está (ya sabemos el significado de esta fórmula) “a la derecha de Dios”: esto significa en comunidad de trono con Dios, en igual poder y gloria. Como Hijo de Dios elevado y recibido en la vida eterna de Dios, él es vicario de Dios para nosotros y, a la vez, como hombre, el representante de los hombres ante Dios.

¿Qué significa creer en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo?

En fidelidad con las Escrituras, se podría parafrasear la coordinación de Padre, Hijo y Espíritu de la siguiente manera:

– Dios, el invisible Padre sobre nosotros,

– Jesús, el Hijo del Hombre, como Palabra e Hijo de Dios con nosotros,

– el Espíritu Santo, como fuerza y amor de Dios, en nosotros.

El apóstol Pablo ve esto de modo del todo similar: Dios mismo obra la salvación mediante Jesucristo en el Espíritu. Como también nosotros tenemos que orar en el Espíritu mediante Jesucristo a Dios: las oraciones están dirigidas “per Dominum nostrum Jesum Christum” a Dios mismo, el Padre. Jesús como el Señor exaltado hasta Dios ha hecho de tal modo suyos el poder, la fuerza y el espíritu que no sólo ha sido invadido por el Espíritu y es dueño del Espíritu, sino que en virtud de la resurrección incluso él mismo está en el modo de operación y existencia del Espíritu. Y en el Espíritu puede él estar presente en los creyentes: presente no de modo físico-material, pero tampoco carente de verdad y de realidad, sino como realidad espiritual en la vida del individuo y de la comunidad de fe, y ahí, sobre todo, en el culto, en la celebración de la Cena con la fracción del pan y la bebida del cáliz en recuerdo agradecido a él. Y por eso, en el encuentro de “Dios”, “Señor” y “Espíritu”, se trata, a fin de cuentas, para el creyente, de uno y un mismo encuentro, de la actuación propia de Dios mismo, como lo expresa Pablo, por ejemplo, en la gran fórmula: “El favor del Señor Jesús Mesías y el amor de Dios y la solidaridad del Espíritu Santo con todos vosotros” [2 Cor 13,13.].

Así se podría hablar también del Padre, Hijo y Espíritu en los discursos del adiós en Juan, donde se asignan al Espíritu los rasgos personales de un “asistente” y “auxiliar” (esto y no, por ejemplo, “Consolador ” significa “el otro Parakletos” [Cf. Jn 14,16.]). El Espíritu es como quien dice el sustituto en la tierra del Cristo elevado. Él es enviado por el Padre en el nombre de Jesús. Por eso, él no habla de sí mismo, sino que se limita a recordar lo que Jesús mismo dijo.

De todo esto debería desprenderse con claridad que la cuestión clave sobre la doctrina de la Trinidad es, según el Nuevo Testamento, no la cuestión declarada como “misterio” impenetrable (mysterium stricte dictum) de cómo tres magnitudes tan distintas pueden ser ontológicamente uno, sino la cuestión cristológica de cómo hay que expresar según las Escrituras la relación de Jesús (yen consecuencia también la del Espíritu) con Dios mismo. Ahí no es lícito poner en tela de juicio ni por un instante la fe en el Dios uno, que el cristianismo comparte con judíos y musulmanes: fuera de Dios no existe ningún otro dios. Pero decisiva para el diálogo con judíos y musulmanes es la idea de que el principio de la unidad es, según el Nuevo Testamento, no la “naturaleza” (physis) divina una común a varias magnitudes, tal como se piensa esto desde la teología neonicena del siglo IV. El principio de la unidad es para el Nuevo Testamento, como para la Biblia hebrea, el Dios uno (ho théos: el Dios = el Padre), del que todo procede y hacia el que todo se dirige.

En el Padre, Hijo y Espíritu se trata, pues, según el Nuevo Testamento, no de afirmaciones metafísico-ontológicas sobre Dios en sí y su naturaleza más íntima: sobre una esencia interior de un Dios uni-trino estática, basada en sí y que incluso está abierta. Se trata más bien de afirmaciones soteriológico-cristológicas de cómo Dios mismo se manifiesta en este mundo a través de Jesucristo: de un obrar dinámico-universal en la historia, de su relación con los hombres y de la relación del hombre con él. Existe, pues, no obstante la diversidad de los “roles”, una unidad de Padre, Hijo y Espíritu, a saber, como acontecimiento de revelación y unidad de revelación: Dios mismo se revela mediante Jesucristo en el Espíritu. Esta es, pues, la estructura mental tal como fue acuñada en el.marco del paradigma judeocristiano y que, como tal estructura – a dIferencia de la de un “Dios uni-trino” – tampoco tendría que resultar necesariamente extraña a un judío incluso hasta hoy.

Así, no puede sorprender que justo la judeocristiandad, también en tiempos posteriores, insistiera siempre en el hecho histórico de que el Mesías y Señor Jesús de Nazaret no fue un ser divino, un segundo Dios, sino un hombre nacido de hombres. No sorprende que precisamente ella actuara con cautela en el desarrollo doctrinal a partir del siglo 11 en lo tocante a la idea de la preexistencia de Jesucristo. Así, el cristiano-gentil Eusebio, historiador de la Iglesia, si bien sin comprensión alguna para el judeocristianismo, informa, todavía en los siglos III-IV, de círculos Judeocristianos que no querían ni quieren admitir que Jesucristo “como Dios, Logos y Sabiduría preexiste” [Eusebio, Historia de la Iglesia, III,27,3]. No es posible eludir por más tiempo la pregunta de verdad importante: si ni el Jesús de la historia (que sólo de forma implícita sostuvo una cristología) proclamó su propia preexistencia ni la comunidad judeocristiana (que sostuvo una cristología explícita) permitió la afloración de una doctrina trinitaria, ¿de dónde proviene en realidad esta doctrina de la Trinidad? Respuesta: es un producto del gran cambio de paradigmas, del paradigma protocnstiano-apocalíptico al paradigma veteroeclesiástico-helenista.

El Cristianismo Esencia e Historia Editorial Trotta, Madrid – España, 1994, págs. 109-112.

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